2/27/2017

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  1. RECARGA DE BATERÍAS VITALES

    Los porteños, a quienes el delta nos provoca fascinación, a veces incursionamos en él por un breve lapso de tiempo y cuando volvemos al continente es común oir entre los viajeros el comentario “fueron cuatro horas pero tenemos la sensación que hubiera transcurrido más de un día”. Ciertamente el hecho de pasar del continente al humedal es un cambio de estado grande aún para los que acostumbramos hacerlo, desde hace años, todas las semanas.

    A los terrestres, nos hace cambiar usos y costumbres, nos impulsa a estar atentos a otras señales, a otros sonidos, al silencio, al contacto siempre-presente del verde y de una multitud de criaturas vivientes. A los que permanecemos en la isla, nos mueve a modificar nuestros hábitos de aprovisionamiento, de calzado, a estar atentos a los vientos por su gran influencia sobre el nivel del agua (principalmente, en la navegabilidad y respecto de posibles crecientes); en pocas palabras, nuestras actividades en la isla están fuertemente condicionadas por los cambios locales en la naturaleza.

    Todo ello confluye en que cuando volvemos del delta, lo hacemos sintiéndonos mucho mejor (física, mental y anímicamente) que cuando entramos al humedal. Me parece que ello se relaciona directamente con aquellas funciones ambientales regenerativas de la naturaleza que lleva a cabo el delta permanentemente, a saber: oxigenación del aire, depuración (de la contaminación) de las aguas y de las islas, captura y fijación de carbono, etc. Por otra parte, el delta constituye un espacio donde los habitantes urbanos -sin darnos cuenta cómo- recargamos fuerzas y satisfacemos necesidades vitales, para volver a nuestro hábitat energetizados. Tal vez, las funciones regenerativas de la naturaleza que tienen lugar en el delta alcancen a los humanos. Sea como sea, los habitantes de la ciudad acostumbramos ir al delta a recargar nuestras “baterías de vida”.

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